sábado, 2 de octubre de 2021

Vallecas fue un cuadro de Brueghel el Viejo


Todo apuntaba a que la nevada que iba a caer sobre Madrid iba a ser histórica. Y la verdad es que casi nadie pudo imaginar la situación tan dantesca que íbamos a acabar viviendo durante más de una semana.

Filomena empezó a enseñar su potencial el jueves 7 de enero, con unos pequeños copos que ya comenzaron a platear los árboles desnudos de la ciudad, pero que ni de lejos permitían imaginar lo que se avecinaba.

El día siguiente, viernes 8, comenzó frío pero normal como cualquier viernes invernal: con tráfico, con temperaturas gélidas, con la ciudad desperezándose lentamente según avanzaban las horas. A mediodía, empezó a caer nieve con una intensidad que auguraba una situación inusual. En muchos centros de trabajo, incluido el mío, se permitió la salida anticipada de los empleados para evitar que se quedaran embotellados en los más que presumibles atascos que se iban a ir formando con el avance de la tormenta. En aquellos en los que no se pudo o no se quiso, eso fue precisamente lo que acabó pasando.

Vivir pegado, literalmente, a la M30 ese día nos proporcionó un mirador ideal desde el que contemplar la complicada situación que se estaba generando en toda la ciudad en general, y en nuestra zona en particular. 



Ya de madrugada, comprobando que había gente atrapada en los coches, fue cuando intentamos ayudar de cualquier forma para intentar permitirles sobrellevar la situación de la manera menos penosa posible. Algo (aunque poco) conseguimos en ese sentido.

La mañana del sábado 9 comenzó nublada y con Filomena dando sus últimos coletazos en forma de nieve. La situación todavía era desapacible, pero nos permitió acercarnos a pie hasta la plaza de Conde de Casal. Por el camino pudimos contemplar una imagen apocalíptica de la M30, solitaria, sin coches, con personas caminando sobre la nieve posada a su vez sobre el asfalto. Una imagen que podría estar sacada de cualquier relato de Cormac McCarthy.



En Conde de Casal había ambiente festivo, con todo el mundo jugando y disfrutando con la nieve, olvidando por unos momentos la situación de pandemia en la que nos encontrábamos. Incluso algún valiente en coche vimos pasar. No duró mucho circulando.

Después de volver a casa empapados, comimos algo y descansamos. Por la tarde, ya había dejado de nevar, y como la situación estaba más tranquila, decidimos acercarnos hasta el parque del Cerro del Tío Pio (comúnmente conocido como de las Siete Tetas), pero no sin antes comprobar desde la ventana la quietud en la que había quedado todo, con el cielo todavía malva, proyectando una luz espectral sobre todo el ambiente, en unas imágenes, con el Pirulí al fondo, y todas las luces de las casas encendidas, que recordaban a una ciudad futurista como la de Blade Runner.




Después de acercarnos al futuro desde el salón de nuestra casa emprendimos el camino hacia el parque, materializando una de las mejores decisiones que hemos tomado en lo que va de año (básicamente porque estuvimos a punto de no hacerlo).

El camino hasta el parque fue lento y tortuoso, debido a la gran cantidad de nieve acumulada en las calles, pero una vez que llegamos, comprobamos que estaba lleno de vida, de esa vida que nos ha sido parcialmente arrebatada en este último año y medio. Jóvenes que habían desempolvado sus tablas de snowboard o sus esquís, pero no para surcar los remontes de la sierra de Guadarrama o La Pinilla, sino para conquistar cada uno de los siete montículos que dan nombre oficioso al parque más famoso de Vallecas.


De repente, desde lo más alto de la montaña más alta, el barrio se había convertido en un cuadro de Brueghel el Viejo: un paisaje completamente invernal, con un cielo violeta que destilaba frío, los tejados, las calles y la hierba cubiertos por la nieve, y en el fondo cientos de diminutos puntos negros en movimiento, disfrutando de la histórica jornada de nieve en el centro de la ciudad.







A la vuelta, el panorama era desolador: ramas de árbol vencidas por el peso de la nieve, coches y ambulancias, así como autobuses abandonados. Sin embargo, este escenario catastrófico no iba a hacer que olvidásemos el espectáculo que acabábamos de contemplar.

La mañana del domingo 10, el cielo se despertó limpio y azul, el ambiente gélido y los ánimos repuestos. La ciudad era ahora un gran parque del que disfrutar sin prisas. Los problemas comenzarían un día después, el lunes, con una ciudad colapsada por la nieve, que tardaría semanas en estar operativa, pero eso ya no es tan amable de contar...