lunes, 29 de abril de 2013

El atractivo de la marginalidad

En agosto de 2001, mi hermano viajó a Nueva York de luna de miel. Podría decirse que una de las cosas que deberían haber sido más memorables para él y su mujer era haber visitado  las torres del World Trade Center tres semanas antes de acabar destruidas en los atentados del día 11 de septiembre de ese mismo año. Sin embargo, aún hoy, lo que más le sigue fascinando de aquel viaje es la visita que hicieron al barrio del Bronx. Al parecer, los líderes de las bandas de ese barrio han sabido ver un filón económico en las hordas de turistas que, previo pago, obtienen una visión diferente de la capital del mundo. Y es que lejos del ruido de Times Square existe otro más sórdido que, por lo visto, resulta atractivo a los incautos turistas, los cuales se conforman con una versión edulcorada del peor barrio de Nueva York.

Hace algo más de un año, vi en la televisión que en el barrio sevillano de las 3.000 viviendas había surgido una iniciativa similar, solo que adaptada a España, y con el ya consabido tufo cañí, que repele por sí mismo (ofrecían cante flamenco a los turistas que alegremente desenfundaban sus carteras). El año pasado viajamos a Sevilla, y ni por todo el oro del mundo me hubiese adentrado en las 3.000 viviendas, pero lo cierto es que la marginalidad tiene algo de exótico que, de alguna manera, lo hace atractiva para el personal.


Precisamente, con la búsqueda de ese atractivo es con lo que juega el director de 'Grupo 7'. Nos presenta la Sevilla anterior a la Expo de 1992, bastante alejada del glamour de las tardes de toros en la Maestranza y las caras boutiques de la calle Sierpes, para mostrarnos la ciudad y su podredumbre (el origen de la coca que luego se esnifa en los palcos vips del Sánchez Pizjuán) desde los barrios más degradados de la ciudad. Y gracias a ello conocemos las desventuras del Grupo 7, la brigada de la Policía Nacional de Sevilla encargada de erradicar la droga de la capital andaluza.

Lo mejor de la película es la ambientación de finales de los 80 y principios de los 90, de esa España que no acababa de despegar (aún hoy no lo ha hecho, como queda patente día tras día) y Antonio de la Torre (un actorazo como la copa de un pino) y Joaquín Núñez (la naturalidad en estado puro). Lo peor, sin duda, la interpretación de Mario Casas (el papel, ya de por sí, no es creíble; ascenso meteórico en el escalafón policial incluido).

Recomendaría esta película para pasar un rato entretenido y para poder encontrarnos de frente con esa marginalidad que tanta tirria nos da cuando se nos acerca en forma de yonki pidiendo unas monedas. Hipocresía se llama.