miércoles, 21 de diciembre de 2022

Fingir


Nos encontramos en una época, este período prenavideño, en el que a muchas personas les va a tocar asumir compromisos en los que no les apetecerá estar. Unos podrán ser esquivados, pero en otros nos veremos dentro de los mismos sin opción. En los casos más extremos, habrá quién querrá evitar comparecer hasta a las propias cenas familiares de Nochebuena y Nochevieja, de las que no está bien visto escabullirse. Pero lo que es seguro es que en todos estos casos, a quien le toque ser partícipe de los mismos sin desearlo, le va a tocar fingir: fingir desear estar allí, rodeado de gente con la que, en el mejor de los casos, lo único que te une es el hecho de estar en nómina de la misma empresa, o personas con las que, pese a tener un vínculo familiar, sólo compartes una vez al año los canapés resecos que sobraron de la noche anterior. 

Y es que fingir es un sentimiento consustancial a la condición humana, que Julio Llinás traslada a algunos de los principales personajes de las historias que pueblan De eso no se habla, el libro que comentamos en esta nueva entrada del blog. Porque, ¿acaso no fingía la pobre Carlota ser una persona feliz entre las calles de ese pueblo de montaña, al mismo tiempo que se encontraba encerrada en su eterno cuerpo de niña? O el propio Llinás, convertido en el personaje principal del relato llamado El día siguiente, ¿no fingía cuando parecía estar divirtiéndose en una convención de publicistas de empresas de tabaco celebrado en la soleada Niza, a la vez que la vida de su hijo estaba siendo arrasada por la droga y el alcohol en Buenos Aires, en la otra punta del mundo?


Pero no sólo estas dos historias merecen la pena en De eso no se habla, pues el libro está poblado de otros relatos cortos, que concentran en muy pocas páginas la maestría con la que Llinás recoge la psicología de sus personajes. Entre estos relatos de menor extensión (que no menor calidad) destaca El violín, la historia de un hombre aferrado a este instrumento musical, que tiene un gran valor económico y, por tanto, puede ser la solución a los problemas financieros que le acucian, pero, pese a ello, es una circunstancia que decide ocultar a todo el mundo y aprender a tocar el violín en su senectud, a pesar de llevar intentándolo desde su juventud con infructuoso resultado.
“Doña Amapola presentía que en el fondo de una mujer que a veces era ella, se iba incubando uno de aquellos tornados precursores de los grandes tormentos del corazón. Lo presentía, lo deseaba y lo temía simultáneamente. Augusto Pez era un marido expiatorio a cuya ansiedad metafísica podía ella atribuir su propia angustia, enmascarando así la falta de confianza en su persona y la pesadilla del fracaso, que suele ser más cruel que la derrota misma. Ella fingía ignorar que, tarde o temprano, nadie se libra del fracaso, como solía apuntarle su marido cada vez que le increpaba: «¿Por qué le gusta perder?...» «No es que me guste…», decía don Augusto. «…Pero es más decoroso…»”.
También hay que detenerse en el relato Una fuerza mayor, un cuento breve en el que se entremezclan el amor y la oscuridad. Celedonio Cuevas enviuda de la Ramona, mujer a la que rescató de la prostitución, pero que acaba falleciendo de una extraña enfermedad. Una adivina del pueblo le promete que si viaja a la gran ciudad, antes de cinco días saldrá a su encuentro un misterioso ser llamado Mandinga, que le hará reencontrarse con su amada. La sensación de desasosiego que consigue transmitir Llinás cuando, de manera sucesiva, Celedonio Cuevas hace su maleta con las escasas pertenencias de las que dispone, cuando se pierde entre la multitud en la estación de tren de la ciudad y cuando el lector es consciente de que él también está contagiado por la enfermedad que mató a su amada y de que le espera el mismo destino antes de cinco días, es uno de los momentos cumbre del libro, y que perduran en la cabeza del lector meses y meses después de su lectura.
"No le importaba no haber sido el primer hombre de aquella mujer sagrada. Había sido el último… y el primero en amarla. Tan pequeñita y tan frágil, y al mismo tiempo tan fuerte de palabra y decisiones, él había sido el primero en intentar protegerla de sí misma y sería el único, sin duda, en recordarla eternamente, más allá de la muerte de los dos”.
En cuanto a lo tenebroso de los relatos y esa estética cortazariana que recuerda a cuentos como La casa tomada, relatos como El espejo, Una fuerza mayor o La encomienda también cobran un especial protagonismo dentro del conjunto del libro. Junto a estos, otros relatos como A salvo del tiempo, La cita o Los ojos de Benigno Sierra y su doliente corazón pasan bastante desapercibidos, a pesar del buen hacer de Llinás en la construcción de los personajes que habitan sus páginas.

Pero es indiscutible que los ejes vertebradores del libro son De eso no se habla, El desfile y El día siguiente, relatos que por su extensión permiten un desarrollo y profundización en sus tramas y en el conjunto de sus personajes que, por razones lógicas, no es posible abordar en historias de menor envergadura.

El relato que da título al libro tiene a una protagonista poco convencional, pues sufre una malformación, que la madre de la pequeña Carlota, doña Leonor Bacigalupo, no duda en llamar por el tan poco científico nombre de enanismo. A pesar de las evidencias, doña Leonor impuso su ley del silencio a los habitantes del pueblo con el ya consabido "de eso no se habla".
“La niña Carlota iba creciendo (valga, por Dios, el eufemismo) entre una nube de profesores que doña Leonor mandaba venir de Córdoba […]”
A pesar de esta circunstancia, ello no impidió que uno de los notables del pueblo, que le superaba ampliamente en edad, se enamorase de ella. Así fue como la pequeña Carlota y Ludovico Andrea comenzaron una historia de amor que, pese a las dificultades, acabó en matrimonio. Pero tomar conciencia de su situación le hizo verse a sí misma como un pájaro enjaulado, que vio abrirse la puerta de su celda el día que por las montañas que rodeaban el pueblo vio aparecer algo que le acabaría cambiando la vida a ella y a su esposo Ludovico.

El segundo relato largo del libro es El desfile. Cuenta los delirantes hechos que acompañaron a la organización de un fastuoso desfile en el pueblo de Santísima Virgen de todas las Mercedes, diseñado a mayor gloria de su alcalde Poncio Perrota. La acción se desarrolla en varios eventos aparentemente desconectados entre sí, pero que confluyen y guardan relación con el desfile, como el banquete celebrado en la villa de la viuda de Roque Gottifredo, que reunió a la plana mayor del poder civil, eclesiástico y militar del municipio, la competición de miembros viriles que tiene lugar en el asfixiante habitáculo de la lechería del pueblo entre un vasco del pueblo adyacente y el joven Ottolina, empleado de Correos, pero que tiene como inesperado ganador al "opa" Nicola Straffesa, gracias al tamaño de lo mostrado, que equivalía, a decir de los presentes, a un bebé de tres meses; o la que protagoniza el joven Ottolina cuando eyacula sobre los pantalones de un uniforme histórico que perteneció a uno de los próceres del municipio. La cosa, finalmente, acaba a tiros, cuando el general Bermúdez quiere tomar el poder por las armas, sin contar con la destreza que el alcalde Perrota también tiene con ellas.
“Estas cuestiones sopesaba el mandatario, a pesar de tener formado ya su criterio sobre el tema, no sólo a causa de sus visitas semanales al legendario lenocinio, sino de su convicción ontológica de que todas las mujeres eran putas (tenía la astucia de incluir a su madre), de que todos los hombres eran ladrones (tenía la astucia de incluirse a sí mismo), de que todos los religiosos eran bribones disfrazados de viudas y de que todos los militares eran cornudos (tenía la astucia de no incluir a nadie en particular en esos dos últimos empleos).
El tercer y último relato principal es El día siguiente. Visto con perspectiva, este relato deja entrever más de lo que aparenta a primera vista. En la superficie, se encuentra protagonizado por el propio Julio Llinás, y cuenta su estancia en Niza, en el sur de Francia, en un hotel en el que se celebra una convención de creativos y dirigentes de empresas de tabaco; gente poderosa hecha a sí misma y, por tanto, gente que ya no se encuentra en la juventud. En el relato, ello equivale a bromas casposas entre cincuentones, sus esposas y el propio alter ego del autor. Desde este punto de vista, uno siente vergüenza ajena durante su lectura. Pero junto a este Llinás que repele, se encuentra, ya más lejos de la superficie, otro más íntimo, que deja entrever los conflictos que mantiene con su hijo, que vive en Buenos Aires, a cuenta de lo que parece una adicción con las drogas, y en cierto modo parece arrepentirse de no poder estar con él para ayudarlo, a la vez que se siente culpable por el viaje que está disfrutando. Pero también parece ser consciente de la falsedad y artificialidad que le rodea, con risas a mandíbula batiente y falsas lágrimas de risa. En este tramo del relato, todo vuelve a dar vergüenza ajena, y lo mejor es que pronto llega a su fin.
“He sido un hombre que ha vivido incómodo entre los niños cuando niño, entre los estudiantes cuando estudiante, entre los deportistas cuando deportista, entre los escritores cuando escritor, entre los maridos cuando marido, entre los padres cuando padre, un hombre cuya última esperanza consiste en hallarse a gusto entre los muertos, cuando muerto. He sido tantas veces arrancado de lugares y paisajes, de tibios brazos palpitantes, de actividades aparentes, de ensoñaciones y certezas, de estremecedores sentimientos de felicidad y de grandeza, que ya no tengo lugar en este amargo universo de lugares, repintados y terrosos como viejos bancos de estación ferroviaria, lugares seguros y concretos, desde los cuales se oye el traqueteo del tren y se vislumbra la banderola verde del guardabarreras. No me ha faltado la engañosa tentación de convencerme de que no tener lugar es como tenerlos todos, una curiosa condición de nomadismo espiritual, de errante extranjerismo”.
Julio Llinás es un autor que no solo nos ha legado su obra, sino que sus genes han traspasado la literatura, y gracias a eso podemos disfrutar de la interpretación de su hija Verónica (La odisea de los giles, la adaptación cinematográfica del libro de Eduardo Sacheri La noche de la Usina, ha sido uno de sus últimos trabajos) o los guiones de su hijo Mariano (Argentina, 1985, la película que narra el juicio a la cúpula de la dictadura militar de Videla ha sido su último guion). En una u otra vertiente, seguiremos gozando del trabajo de esta familia tan polifacética.  

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