jueves, 11 de enero de 2024

Fácil para mí

A finales de noviembre, mientras merodeábamos por las tiendas de restauración del aeropuerto de Bruselas en busca de algo para desayunar que no pusiera en riesgo la estabilidad financiera de nuestra familia, comenzó a sonar la canción 'Easy on me', de Adele.


Quizá fuera el ambiente prenavideño en el que nos encontrábamos (veníamos de darnos un atracón de mercadillos y atracciones navideñas en Bruselas, Brujas y, en menor medida, Gante) del que un no-lugar como un aeropuerto tampoco puede abstraerse, o quizá fuese la sensación de encontrarnos en un país ajeno (cercano pero ajeno, al fin y al cabo), lejos de nuestros familiares, y ser consciente de que muchas personas se ven abocadas a vivir esa misma sensación, y no de manera voluntaria, sino empujados por la necesidad de labrarse un futuro en tierra extraña, pero lo cierto es que esa canción, en ese momento, logró remover algo en mi interior como hacía tiempo que ninguna otra lo hacía.

Y quizá fuese ese "click", experimentado entre cafés a precios desorbitados, el que hizo que la familia (y el concepto propio de la misma) cobrase a partir de ese momento un nuevo sentido que, aunque hasta ahora había estado latente, en adelante iba a estar más presente que nunca.

Nuestra cabeza puede estar repleta de problemas durante la mayor parte de nuestra existencia (laborales, frustraciones por la no consecución de un objetivo material, etc.), pero tiene la capacidad de relativizar todo y de mandar al fondo del cajón de las prioridades hasta la mayor de esas complicaciones cuando un ser querido (o un conjunto de ellos) comienza a pasar por dificultades dignas de tal nombre.

La carga excesiva de trabajo, la presión por los plazos de entrega, la falta de reconocimiento, elementos que nos atenazan en el día a día hasta el punto de hacer tambalear nuestra estabilidad emocional, pasan de manera automática a un plano completamente invisible cuando un ser querido pasa por una dificultad que te hace plantearte hasta qué punto las tuyas lo son.

Esta Navidad que acaba de terminar me ha servido para valorar la importancia de querer y ser querido, de cuidar y ser cuidado; de lo importante que es el sentido de pertenencia a un sitio, a un lugar, a un grupo, se componga éste de amigos o de familia; de lo imprescindible que es arropar y ser arropado cuando el año que acaba de terminar ha sido duro y el que comienza tiene retos colosales por delante.

Seguramente, ni la Navidad ni los propósitos de Año Nuevo nos ayuden a ser mejores personas, pero, al menos en mi caso, me han enseñado a valorar más y mejor los buenos y, también, los malos momentos, precisamente por ser consciente de la red de apoyo que tenemos bajo nuestros pies. Sabiéndolos cerca en todo momento, cualquier reto es fácil para mí.

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