miércoles, 4 de abril de 2012

Inocencia y orgullo


Una deliciosa anécdota extraída del libro de Simon Leys, "La felicidad de los pececillos. Cartas desde las antípodas":

"MALENTENDIDO CREADOR. Hay obras que ganan al no ser comprendidas.

Una periodista que entrevistaba a Julien Green (hace ya bastante tiempo de esto) descubrió que éste era un espectador asiduo de las películas de James Bond. Pero, según una persona que le acompañaba a veces al cine, parece que el escritor se hacía un lío tremendo con la trama argumental. Esto, evidentemente, lo explica todo: la intriga más idiota debe de adquirir turbadoras honduras tras haber pasado por los filtros y los alambiques del autor de Moira.

En el terreno de este tipo de malentendidos creadores, recuerdo determinados públicos africanos cuya imaginación rayaba en lo genial. En mi juventud, hice un curioso viaje a pie a una región desfavorecida del Kwango, en el país de los bayaka. De vez en cuando venía allí, a los pueblos de la sabana, un comerciante griego equipado con una camioneta y un grupo electrógeno a organizar sesiones de cine ambulante (os hablo de antes de la Independencia; pues hoy, aun en el supuesto de que siguiera habiendo griegos emprendedores en la región, dudo que pudieran encontrar todavía pistas practicables para llegar a esas remotas aldeas). Las películas que proyectaba el griego eran viejas producciones de Hollywood con mujeres fatales, teléfonos blancos y gánsteres con puros y trajes a rayas. ¿Contaban estas películas con banda sonora? La verdad es que habría sido de escasa utilidad, pues los espectadores sólo comprendían el kiyaka. En cambio, inventaban, a partir de esas imágenes inciertas que bailaban en una pantalla improvisada en la noche rechinante de insec
tos, unas epopeyas prodigiosas que sobrepasaban con creces todo cuanto hubiera podido concebir nunca la imaginación de los guionistas de Hollywood.

Los únicos actores negros que aparecían en las películas estadounidenses de esa época eran invariablemente relegados a insignificantes papeles de figurantes mudos: un portero de hotel, un limpiabotas, la cocinera de una mansión, un mozo de equipajes, etcétera. Pero era en ellos en quienes se concentraba todo el interés apasionado de los espectadores. A los ojos de éstos, se convertían en los verdaderos héroes de la película: y, por otra parte, la propia rareza de sus apariciones no hacía sino confirmar esta importancia oculta y fundamental de sus papeles que les prestaba la inspiración colectiva de los espectadores. Sus entradas en escena, excepcionales e inopinadas, eran saludadas cada vez con una enorme ovación, y siempre estaban precedidas de una intensa espera. A veces ocurría que el figurante negro desaparecía definitivamente después de haber salido nada más que una vez, pero ¡no importaba! Ello significaba que se volvía más libre de continuar sus fabulosas aventuras en esa otra película, invisible y soberbia, de la que la pantalla no mostraba más que el pobre envés".

Qué maravilla. Se muestra de una forma tan clara la inocencia y la pureza de aquellos que  van a tientas al experimentar algo por primera vez (pero también el orgullo que tienen como raza), quedándoles tan lejos la soberbia y el rencor, que produce una ternura indescriptible, y hace que en cierto modo uno sienta envidia de que esos rasgos se hayan perdido hoy, quizá para siempre.


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