martes, 8 de enero de 2013

Comer con los ojos



Afortunadamente para mí, las horas de lectura de "Siempre hemos vivido en el castillo", de la estadounidense Shirley Jackson han sido o justo antes de dormir, y por tanto después de la cena, o en el trayecto de Metro de casa al trabajo, y por tanto después de desayunar. De lo contrario, he de reconocer que lo hubiese pasado bastante mal saboreando con los ojos la infinidad de platos y delicias que se dan cita en el libro.

La cocina es el centro de la historia: en ella se encuentra el origen de la fatal suerte corrida por los miembros de la familia que habita la casa, y en ella está el único motivo de felicidad para las dos miembros que sobrevivieron a la tragedia que se cernió sobre ellos. En el primer caso, el arsénico mezclado con azúcar que los miembros de la familia ingirieron en su última cena. En el segundo, por los platos que salen de la mente y las manos de Constance, la mayor de las dos hermanas supervivientes. El contexto de ese oasis de paz y buenos alimentos es un pueblo que les odia y que les ha condenado al ostracismo por considerar que están malditas, al igual que la casa que habitan con su gato Jonas.

Es cierto que puede resultar algo cargante el personaje de Mary Katherine, y uno no sabe muy bien qué edad (mental) tiene ni cuáles son sus propósitos, aunque más tarde se descubrirán, pero es el hilo vertebrador de esta breve y no muy densa historia. No hay que olvidar al primo Charles y su avaricia, los cuales se encuentran en el origen de las desgracias que habrían de caer sobre la causa. Sin embargo, pese a ello, el libro es una lección de que aún en las peores circunstancias los seres humanos han de saber reponerse y continuar con lo que la nueva situación les ha dado.

Un libro para disfrutar, más allá de su historia, de las conservas hechas por Constance y que guarda en la despensa, de pasteles rosas con decoraciones doradas, de tostadas con queso fundido, de mermelada de arándanos, de fruta fresca y legumbres recién recogidas...

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